Ser costalero de María es llevarla en el corazón los trescientos sesenta y cinco días que tiene el año. Para nosotros, los andaluces, pensar en Jesús es acercarnos a su madre, a nuestra madre; pensar en su mensaje es escuchar las palabras de una mujer que todo lo dio en vida, que todo lo testimonió, que en su soledad ante la muerte demostró la alegría de la resurrección.
Conocemos poco sobre el quehacer cotidiano de María y Jesús en Nazaret. Podemos suponer que era una mujer que se afanaba en sacar a su hijo adelante tras la muerte de José. Seguro que no se venció ante las dificultades que el día a día iba trayendo, en más de un momento lloraría la ausencia de su esposo José para, seguidamente llenarse del amor de Dios y del amor de su Hijo Jesús. En silencio y soledad fue rumiando las palabras que Dios ponía en su corazón, haciendo que este creciera hasta límites incalculables. Me la imagino limpiando la casa, cosiendo los rotos que Jesús llevaba, preocupada por la educación de su hijo... Pero también me la imagino en momentos difíciles donde su semblante se torna en tristeza al pensar lo que afirman los profetas sobre el Mesías, sobre la muerte y el sufrimiento. Sus enseñanzas sobre la vida, sobre el sentido de la vida que consiste en estar en comunión de Dios, dio sentido también a su sufrimiento; a la vida de Jesús quien nos enseñará que el alimento para Él es cumplir el designio de Dios y llevar a cabo su obra Un 4,34). Así el silencio de ambos sobre sus situaciones de ánimo es el signo del desprendimiento de Madre e Hijo respecto a ellos mismos; sus vidas son esencialmente su misión. María enseñó a Jesús a ser hombre de deseos impregnados de Dios, que es al mismo tiempo el hombre de la fraternidad para con todos sus hermanos.
Desde que Jesús entra en su vida pública, la perspectiva de la muerte violenta entra dentro de sus cálculos de probabilidad. Y es clara esta afirmación pues la opción por un mesianismo contra corriente de las ilusiones populares, le denuncia de la hipocresía de los líderes judíos, la amenaza de los motines públicos, contribuía para Jesús una advertencia muy clara de los riesgos que corría. Y junto a Él una madre que observa desde la distancia pues es el tiempo del Padre, que sufre y llora en silencio el final que a su Hijo le espera, pero que recibe de Dios una fuerza tan grande que es capaz de no interponerse a la voluntad divina aunque esta termine con la vida del ser mas querido: su Hijo.
Momentos amargos que llenaban la vida de María de terror, angustia, tristeza y soledad. Amargura que cegó también a Jesús. En un alarde de humanidad, presentó una rebeldía instintiva ante la inminencia de su desaparición; aunque más profundamente se sitúa ante la muerte como creyente y como profeta. Su grito a Dios es más una referencia a su misión que una llamada en su favor.
La pasión constituye para Jesús la entrada en el silencio con los hombres. Comienza entonces para Él un careo amante y doloroso con su Padre: «Abba» (papá, mamá); abandonándose en sus manos. Es Dios su único interlocutor en este momento tan difícil. Pero antes tiene unas palabras para su Madre, palabras de consuelo que puedan mitigar las lágrimas y el dolor, palabras de un hijo preocupado por lo que le pasará a su madre cuando él ya no esté en la vida, palabras que acabarán con la soledad de una mujer que será desde ese momento madre de todos y con la soledad de un amigo, discípulo que no quedará huérfano.
Si los dos ladrones eran los que estaban más cerca físicamente de Jesús, espiritualmente las dos personas más cercanas a él eran su madre y el discípulo, a quien tanto quería. María y Juan estaban allí, bien cerca; estaban allí escuchando y compartiendo; estaban allí padeciendo y compadeciendo; estaban allí, comulgando con Cristo.
Pensando humanamente, es una escena terrible que la madre asista a la ejecución de su hijo, tan dramática y tan vergonzosa; es algo que no se debiera repetir. Y, sin embargo, Dios lo permite pues sabe que el corazón de María quiere ver cumplida la voluntad de Dios, aunque le cueste el mayor sacrificio.
Encontrándose en ese momento MARÍA EN LA SOLEDAD más absoluta y recibe de la mano de su hijo una nueva familia, una humanidad nueva, el retoño que va a florecer tras la muerte, el germen de lo que sería su Iglesia.
María es la mujer que sigue dando a luz a Cristo, que sigue teniendo hijos innumerables, en medio de dolores y esperanzas. Y, así, Juan es el discípulo fiel, es el hombre creyente, es todo lo que nace del agua, de la sangre y del Espíritu. La mujer siempre tendrá hijos, por la fe. El creyente siempre tendrá una madre, por la fe. Y esta es nuestra Madre en la Soledad, que grita desde el silencio de su belleza «VENID CONMIGO, SED MIS COSTALEROS».
El mensaje de Cristo comienza aquí, tras la resurrección y la invitación a seguirle con un testimonio sincero, viviendo la fraternidad, la hermandad que enseñó a los apóstoles en vida y que nosotros desde nuestra agrupación y desde todas las agrupaciones debemos vivir.
Ser costaleros una noche es alegría e ilusión, hacerlo toda una vida, es testimonio sincero de Amor.
Conocemos poco sobre el quehacer cotidiano de María y Jesús en Nazaret. Podemos suponer que era una mujer que se afanaba en sacar a su hijo adelante tras la muerte de José. Seguro que no se venció ante las dificultades que el día a día iba trayendo, en más de un momento lloraría la ausencia de su esposo José para, seguidamente llenarse del amor de Dios y del amor de su Hijo Jesús. En silencio y soledad fue rumiando las palabras que Dios ponía en su corazón, haciendo que este creciera hasta límites incalculables. Me la imagino limpiando la casa, cosiendo los rotos que Jesús llevaba, preocupada por la educación de su hijo... Pero también me la imagino en momentos difíciles donde su semblante se torna en tristeza al pensar lo que afirman los profetas sobre el Mesías, sobre la muerte y el sufrimiento. Sus enseñanzas sobre la vida, sobre el sentido de la vida que consiste en estar en comunión de Dios, dio sentido también a su sufrimiento; a la vida de Jesús quien nos enseñará que el alimento para Él es cumplir el designio de Dios y llevar a cabo su obra Un 4,34). Así el silencio de ambos sobre sus situaciones de ánimo es el signo del desprendimiento de Madre e Hijo respecto a ellos mismos; sus vidas son esencialmente su misión. María enseñó a Jesús a ser hombre de deseos impregnados de Dios, que es al mismo tiempo el hombre de la fraternidad para con todos sus hermanos.
Desde que Jesús entra en su vida pública, la perspectiva de la muerte violenta entra dentro de sus cálculos de probabilidad. Y es clara esta afirmación pues la opción por un mesianismo contra corriente de las ilusiones populares, le denuncia de la hipocresía de los líderes judíos, la amenaza de los motines públicos, contribuía para Jesús una advertencia muy clara de los riesgos que corría. Y junto a Él una madre que observa desde la distancia pues es el tiempo del Padre, que sufre y llora en silencio el final que a su Hijo le espera, pero que recibe de Dios una fuerza tan grande que es capaz de no interponerse a la voluntad divina aunque esta termine con la vida del ser mas querido: su Hijo.
Momentos amargos que llenaban la vida de María de terror, angustia, tristeza y soledad. Amargura que cegó también a Jesús. En un alarde de humanidad, presentó una rebeldía instintiva ante la inminencia de su desaparición; aunque más profundamente se sitúa ante la muerte como creyente y como profeta. Su grito a Dios es más una referencia a su misión que una llamada en su favor.
La pasión constituye para Jesús la entrada en el silencio con los hombres. Comienza entonces para Él un careo amante y doloroso con su Padre: «Abba» (papá, mamá); abandonándose en sus manos. Es Dios su único interlocutor en este momento tan difícil. Pero antes tiene unas palabras para su Madre, palabras de consuelo que puedan mitigar las lágrimas y el dolor, palabras de un hijo preocupado por lo que le pasará a su madre cuando él ya no esté en la vida, palabras que acabarán con la soledad de una mujer que será desde ese momento madre de todos y con la soledad de un amigo, discípulo que no quedará huérfano.
Si los dos ladrones eran los que estaban más cerca físicamente de Jesús, espiritualmente las dos personas más cercanas a él eran su madre y el discípulo, a quien tanto quería. María y Juan estaban allí, bien cerca; estaban allí escuchando y compartiendo; estaban allí padeciendo y compadeciendo; estaban allí, comulgando con Cristo.
Pensando humanamente, es una escena terrible que la madre asista a la ejecución de su hijo, tan dramática y tan vergonzosa; es algo que no se debiera repetir. Y, sin embargo, Dios lo permite pues sabe que el corazón de María quiere ver cumplida la voluntad de Dios, aunque le cueste el mayor sacrificio.
Encontrándose en ese momento MARÍA EN LA SOLEDAD más absoluta y recibe de la mano de su hijo una nueva familia, una humanidad nueva, el retoño que va a florecer tras la muerte, el germen de lo que sería su Iglesia.
María es la mujer que sigue dando a luz a Cristo, que sigue teniendo hijos innumerables, en medio de dolores y esperanzas. Y, así, Juan es el discípulo fiel, es el hombre creyente, es todo lo que nace del agua, de la sangre y del Espíritu. La mujer siempre tendrá hijos, por la fe. El creyente siempre tendrá una madre, por la fe. Y esta es nuestra Madre en la Soledad, que grita desde el silencio de su belleza «VENID CONMIGO, SED MIS COSTALEROS».
El mensaje de Cristo comienza aquí, tras la resurrección y la invitación a seguirle con un testimonio sincero, viviendo la fraternidad, la hermandad que enseñó a los apóstoles en vida y que nosotros desde nuestra agrupación y desde todas las agrupaciones debemos vivir.
Ser costaleros una noche es alegría e ilusión, hacerlo toda una vida, es testimonio sincero de Amor.
Daniel Ángel Harillo García.
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